martes, 17 de febrero de 2009

J'aime la danse!!!


Después de 13 años que llevo bailando, sigo amando el ballet. Cuando estaba chiquita, la mayoría de mis amigas estaban en clases, mientras que yo siempre andaba en Preescolares o en tennis, o en algo más dinámico. Después de insistirle mucho a mi mamá, entramos mi hermana y yo al ballet. Todavía me acuerdo de mi primera impresión del salón grande de la escuela, muy iluminado y con el piso de madera.

Ana C sólo se quedó por un año, pero yo seguí, pasé de usar calcetines y zapatillas de piso, a ponerles listón, a usar mallas y finalmente mis primeras zapatillas de punta. También empecé a bailar en algunos festivales, el primero, Conservatorio, basado en los cuadros de Edgar Degas, después Cascanueces, Raymonda, La Bayadère, Cascanueces de nuevo, Joyas y Pedro y el Lobo y otra vez Cascanueces. Últimamente no he bailado porque he estado fuera para los tres festivales pasados, pero definitivamente es uno de los mejores sentimientos el salir a escenario, sentir las luces y la música y dejarse llevar con ella para deleitar al público.

Se que nunca seré una prima ballerina y no es mi intención. Bailo para mí misma, para mejorar un poquito más cada día, por eso ir a clase no es monótono, siempre se puede hacer algo más y la verdad tengo una maestra que hace las clases muy dinámicas. Algunas veces se concentrará en trabajo de pies, otras en turnout, otras en passés, otras en allegro, etc.

Me encanta llegar a clase al final del día, después del trabajo y todo lo que ha pasado para dejarlo fuera y centrarme en el movimiento de mi cuerpo, la música, los pasos, la coreografía. Ahí saco todo, me relajo y a la vez me canso lo necesario para llegar a gusto a mi casa y descansar.

Se me hace chistoso que muchas niñas que antes bailaron ahora me dicen que qué padre que sigo en el ballet, que no me salí como ellas. Nada más sonrío y pienso en todo el camino recorrido. Sí ha tomado esfuerzo, un día que no vas es un día que te vas para atrás, y ni se diga cuando te sales por un año como ya lo he hecho, pero no cambio al ballet por nada. J'aime la danse!!!

domingo, 8 de febrero de 2009

Humor Negro

Hace dos semanas, salí del festejo de Caty. Mi papá y mi hermano pasaron por mí y en el apuro de decirles que ya estaba lista, no vi un escaloncito y me fui hasta el piso. Fran, desde la troca, dijo muy acertadamente “¡Suelo!” y le dijo a mi papá que me había caído. Yo me paré lo más rápido que pude y ni voltee atrás de la pena, me subí a la troca entre las risas de mi hermano y el “Pobrecita, ¿qué te pasó?” de mi padre.

El humor de mi hermano ante la desgracia ajena no es único en la familia, yo le he hecho eco muy bien y hasta he defendido el punto. Me acuerdo perfecto un día en que estábamos visitando a una tía abuela. Tenía una perra Cocker Spaniel ya viejita y medio brava. Yo me acerqué a acariciarla y mi hermanita se vino detrás de mí, pero en cuanto toqué a la perra, ésta brincó y trató de morder a Cecy, aunque no lo logró. Mi hermana que tendría entonces como seis años, se asustó y empezó a llorar. Cuando vi que no había pasado nada, me dio mucha risa todo el hecho. Mi mamá sin embargo, no vio las cosas desde la misma óptica y me regañó por mi chispa cómica mientras consolaba a mi hermanita.

Yo le dije que fue una reacción espontánea que hasta Mark Twain lo había dicho. Procedí a explicarle a ella y a mi tía lo que había visto ese día en clase de Lectura y Redacción. Era un cuento corto de Twain sobre una joven pareja que se iba a casar, pero que iba retrasando la boda a medida de que le ocurrían una serie de desgracias al hombre, que perdió los brazos, las piernas, la vista, y para rematar, terminó cacarizo de la cara. No me he podido acordar del título, aunque lo he buscado desde entonces, ni del final. Lo que sí recuerdo son las conclusiones que daba el autor, de que el humor negro, el reírnos de las desgracias ajenas, es una reacción natural generada por el alivio inconciente de que no nos hayan ocurrido a nosotros.

No convencí a mi mamá con mi explicación, aunque a mi tía le causó mucha gracia y me platicó una anécdota en que mi abuela había reaccionado igual que yo. En lugar de espantar a un perro que se le había echado a mi bisabuela, sólo se pudo reír mientras su mamá le pedía ayuda. Después de eso, mi mamá ya no mencionó nada al respecto y se le pasó el enojo por mi humor negro.

Desde entonces, he presenciado y protagonizado muchos pequeños accidentes y pérdidas de equilibrio. Cuando fui a una secundaria pública hace poco a ver un programa piloto de educación, me resbalé en el piso de cemento y caí de sentón. Unos niños que estaban jugando en el recreo soltaron la carcajada pero inmediatamente vinieron amablemente a preguntarme si estaba bien y a disculparse por haberse reído. No se preocupen, les dije visualizando mi caída y sonriendo, yo hubiera hecho lo mismo.